lunes, abril 10, 2006

Lunes Santo

Empiezo el día con prisa. Como de costumbre, el despertador gruñe a las 7 A.M. Suenan a la vez la radio y un pitido intermitente de bastante intensidad. Es lunes, ayer me acosté a la 1.30 después de una copiosa cena china y no me apetece levantarme. Aguanto 20 minutos más en la cama, tras los cuales me levanto cual alma que lleva el diablo, preparo mi zumo de naranja, engullo un sobao, me visto y adecento y cojo el coche rezando porque no haya mucho tráfico. Es lunes santo, la gente debería estar de vacaciones ya ...

... ya me voy dando cuenta de que siempre queda algún imbécil como yo que trabaja estos días, y el que queda siempre es el más lento y va delante de ti. Por supuesto, va delante en una zona de un solo carril, con lo que no puedes adelantar y no te queda más que esperar pacientemente. Después de correr más de lo debido, llego al curro sólo 3 minutos tarde. Y aquí estoy ahora, revisando correos, mandando informes y escribiendo este post en mi blog.

Todos los años, por estas fechas, me acuerdo de cuando tenía 10 ó 15 años menos. Pasábamos las vacaciones en el pueblo de mi madre, al sur de Portugal. En realidad no era un pueblo, era una aldea. Preciosa. Cuatro casas blancas, una iglesia (también blanca, por supuesto) regentada por una monja que suplía a un cura ciego (monja a la que llamaban "la padra"), una cafetería y una taberna/tienda (por un lado taberna, por otro tienda), ochenta perros y cuarenta personas. Dos de estas personas, las más especiales para mi, eran mis abuelos. La vida en casa de mis abuelos transcurría entre la cocina durante el día y el patio (o quintal) durante la noche. La casa era de estancias muy amplias y altos techos, construidos con teja y una base de troncos de madera y cañas que sujetaban las tejas. Las paredes eran muy anchas, perfectas para retener el frescor de la noche y soltarlo durante el día. Mi habitación quedaba en zona de paso, tenía dos puertas que si se abrían en la hora de la siesta permitían que circulara una agradable brisa que irremediablemente te conducía al más profundo de los sueños. Recuerdo cómo mi abuela, con su sempiterno delantal, nos preparaba el desayuno con colacao y tostadas doradas en las brasas de la lumbre y mantequilla mimosa. Eran las mejores tostadas del mundo, no creo que en mi vida vuelva a probar otras así. Manos sabias y trabajadoras las de mi abuela. Y suaves, increíblemente suaves. Como ella. Recuerdo cómo mi abuelo, después del desayuno, salía al quintal a regar sus frutales, las patatas, zanahorias, tomates, pimientos, cebollas, etc. A continuación, repartía con un cacito un poco de pienso para las gallinas, patos y pavos y recogía los huevos que hubieran puestos las gallinas el día anterior, dejando uno o dos para incitarles a poner más. Esos bichos comían pienso y lo que nosotros dejábamos en el plato. Me encantaba verlos comer. Los pobrecitos parecían felices con mis visitas, a pesar de que irremediablemente uno de ellos caía en combate para celebrar nuestra llegada. Especialmente aparatosa era la muerte de los pavos. Yo acompañaba a mi abuelo en todo el proceso: primero acorralaba al pavo en el quintal y lo cogía por las patas. Después, emborrachaba al animalito (creo que con anís, pero es posible que fuera vino o cualquier otra cosa), le daba un certero corte en el cogote y dejaba que manara la sangre sobre un barreño. A continuación, lo escaldaba en un cubo y lo desplumaba. Por último, lo limpiaba extrayendo vísceras y demás porquerías no comestibles (pocas, la verdad) y el bicho quedaba listo para ser engullido. Mi prima, que tambíen solía ir en esas fechas, huía de esos actos de alegría con los que mis abuelos celebraban nuestras visitas. Pero a mí me encantaba acompañarlo.

Recuerdo los dulces típicos de Pascua, unos bollos muy contundentes, con un huevo cocido en su interior, pintado de colores; y almendras recubiertas de azúcar endurecido, también coloreado. Era costumbre regalarlos a los vecinos y a los familiares que venía a visitarlos.

Estas visitas en vacaciones, en Semana Santa, verano y Navidad, duraron lo que duraron mis abuelos. Ya no existe la casa, lo cual tiene bastante sentido, porque si era así de acogedora, así de hogar, lo era precisamente por su presencia. Todo esto sigue, por supuesto, intacto en mi recuerdo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo también recuerdo con nostalgia las Semanas Santas en casa de mis abuelos en el pueblo. Esos dulces típicos (los bollos de los que hablas nosotros los llamamos "monas de pascua"), y luego están los canutos y las flores con azúcar o miel...ains!.
Por cierto, ¿también cenaste chino en domingo?... Acho se se va a poner cara de Mao Tse Tung :P

Chisco dijo...

Hombre, puestos a elegir prefiero que se me ponga otra cara. ;-)

Anónimo dijo...

nene, que recuerdos... casi huelo los bollos, fijate...

jo, tengo ganas de hacer bollos... ya sé que hacer esta semana santa ^^

Anónimo dijo...

Lo que son las cosas... yo apenas disfrutaba de la Semana Santa, mi familia quedaba muy lejos y por circunstancias de la vida se nos hacía dificil viajar para tan poco tiempo. Me arrepiento ¿sabes? Sé que yo no tenía capacidad de decisión en aquél momento, pero me arrepiento de no tener esos recuerdos, de que lo único que yo hacía en estas fechas era estudiar y soñar con "ser mayor" y "las cosas que haría cuando fuera mayor". Y, hay que ver, ahora soy mayor y mi vida no se parece en nada a lo que yo pensaba entonces. Desgraciadamente demasiada gente se me ha quedado por el camino. Pero sigo soñando. En última instancia es la última libertad que me queda.